El
haiku
(俳句)
está
de moda, esta afirmación no debe sorprendernos pues en los últimos
años se ha multiplicado el número de publicaciones dedicadas a la
célebre estrofa japonesa, y es que desde su descubrimiento e
introducción en la literatura hispanoamericana a principios del
siglo XX, de la mano del escritor mexicano Juan José Tablada
(1871-1945), ha venido seduciendo cada vez más a los autores de
nuestra lengua hasta el punto de generar una verdadera confusión
sobre su auténtica esencia.
De
hecho no existe unanimidad y es posible reconocer al menos dos
grandes vertientes o sendas.
La primera es la que podríamos denominar como “ortodoxa” por
estar próxima a la filosofía original de su disciplina y está
encabezada por el teórico Vicente Haya y la Escuela de Makoto,
integrada por Félix Arce Araiz (Momiji), Mercedes Pérez (Kotori) y
Manuel Díez Orzas, autores de Sin
otra luz (2012)
y a la postre discípulos del maestro Haya;
la
Asociación de la Gente del Haiku en Albacete (AGHA), con Frutos
Soriano y Elías Rovira Gil a la cabeza; y el equipo de redacción de
la revista Hojas
en la acera,
dirigida por Enrique Linares, además de otros núcleos de producción
importantes como Levante y Navarra, donde es reconocible la labor de
Mila Villanueva, Xaro Ortolá o Gorka Arellano.
La
segunda senda es la que hemos definido como “lírica” por cuanto
hace del haiku una vía más estética que espiritual y donde,
además, es posible reconocer cierta influencia de otras formas
breves típicas del castellano, así sucede en las composiciones de
Susana Benet, Verónica Aranda, José Cereijo y Ricardo Virtanen.
Entre ellos Virtanen supone un caso particular por cuanto ha sido
capaz de recorrer con notables aciertos ambas sendas, siendo
predominantemente fiel, como la mayoría de los citados, al que José
Antonio Olmedo López-Amor y quien suscribe hemos denominado “canon
occidental”, es decir, el que se ciñe a la forma más tradicional,
y por ende más extendida, en nuestra lengua: 17 moras
dispuestas
en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas.
Más
allá la senda marcada por Matsuo Bashô (1644-1694) se bifurca hacia
un horizonte inabarcable de autores y de obras donde se impone por lo
general un yo lírico que arruina la verdadera esencia del haiku y
que tan sólo conservan de él las diecisiete sílabas, es decir, una
de sus múltiples formas.
Gregorio
Muelas Bermúdez
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