martes, 21 de junio de 2016

Vía libre. André Cruchaga

 
 


Vía libre
 
André Cruchaga
 
Imprenta y Offset Ricaldone, El Salvador, 2016
 
 
Si con Roque Dalton (1935-1975) El Salvador saltó a la primera plana de la poesía hispanoamericana, con su compatriota André Cruchaga (Chalatenango, 1957) se afianza en esa posición de privilegio, pues nos encontramos con un autor prolífico y prolijo, poseedor de una dilatada carrera literaria, iniciada en 1992 con la publicación de Alegoría de la palabra, con obras editadas en Estados Unidos (Memoria de Marylhurst, 1993), México (Caminos cerrados, 2009) o Cuba (Poeta en Barataria, 2010), y en ediciones bilingües: español-euskera, español-francés, español-rumano y español-catalán, que dan buena fe de un autor torrencial y cosmopolita, que se expresa con nutrida sabiduría sobre las cosas y los seres que le rodean. Para André Cruchaga todo es materia poetizable y este Vía libre/ Via lliure, su más reciente poemario, es fruto y consecuencia de esa visión amplia, sensible y escrutadora que le caracteriza, pues tiene la virtud de ofrecer diversos estratos de lectura gracias a una poesía rica en símbolos y metáforas, que incita y provoca por el empleo de un lenguaje en ocasiones excelso y deliberadamente oscuro, pero siempre bello y revelador.
El poemario cuenta, además, con varios atractivos: una impecable traducción al catalán realizada por Pere Bessó (Valencia, 1951), poeta de reconocida influencia en lengua catalana, que en lugar de una versión, nos ofrece una translación fiel al original, un loable trabajo fruto de la admiración y el respeto que se profesa desde la amistad; y un breve y lúcido comentario de la escritora española Teresa Moncayo, que figura en la contraportada, y que sabiamente introduce al lector en una poesía densa con tintes filosóficos, que plantea un apasionante reto al lector iniciado; todo ello enmarcado por una bella fotografía de portada de la argentina Graciela Strañák.
Desde su ínsula, Barataria, y en orden cronológico, pues las composiciones abarcan desde 2013 a 2016, nos encontramos con un conjunto de noventa y siete poemas, sin división interna en partes, noventa y siete visiones de la “realidad”, una realidad transfigurada por la mirada y el pensamiento de un poeta que exige al lector el manejo de dos grandes “ciencias”: la paciencia, de quien sabe esperar el milagro al final de cada oración; y la experiencia, de quien sabe conectar sus vivencias con las del poeta que se devana en sus versos.
Dos extensas citas, de Aldo Pellegrini, y Fayad Jamís, advierten del tono de un poemario con vocación crítica, así André Cruchaga hace gala de un amplísimo vocabulario plagado de sinestesias que apela continuamente a la conciencia.
En cuanto a la forma, el poeta salvadoreño se sirve de la prosa para, a través de un complejo juego de palabras con ecos modernistas y hasta surrealistas, alcanzar cotas líricas con actitud de denuncia: “mi corazón tiene hambre desde los calcañales, ninguna grieta detiene al grafito: soy niño dibujando otro mundo en las paredes.” (“Argumentum”). No falta la crítica social al capitalismo que devora voluntades: “Nada me sorprende tanto como quien duerme en las aceras”; y a la fe irredenta: “Nunca supe si en los anillos del evangelio existe la misericordia” (“Epílogo para una escena cualquiera”).
Cruchaga gusta de concluir sus poemas con verdaderas máximas, a modo de sentencias, veamos tres deslumbrantes ejemplos: “De este tiempo únicamente heredamos huesos y lápidas y salmuera” (“Bostezo de la noche”); “Después de todo aquí estamos: seguimos ascendiendo dentro de la jaula.” (“Periferia”); y “Entre el papel y la tinta, hay largos pastizales de epitafios…” (“Muestrario del olvido”).
El discurso de Cruchaga sobrevuela la distancia que aleja al hombre de su esencia, un páramo donde “el escombro se ha tornado laboriosa semilla” (“Esquizofrenia del anhelí”). Con aparente cripticismo, hilvana conceptos e ideas con deleite estético y la sapiencia de quien observa desde el otro lado del espejo la vanidad y la apariencia. Para ello emplea a menudo una segunda voz, se diría que de la conciencia, desde la que articula un discurso paralelo que acentúa el mensaje, y que se manifiesta entre paréntesis y en cursiva.
Desde el escozor la vida es más cierta porque el poeta sabe que “hay jardines hipotecados”, “madera con polilla”, “recuerdos imprecisos” y “al final siempre nos queda la duda.” (“Reminiscencias”).



viernes, 17 de junio de 2016

Vitral de instantes. Elías Dávila Silva

 
 


Vitral de instantes
 
Elías Dávila Silva
 
Chimal Editores, México, 2011
 
 
Elías Dávila Silva (San Pedro Totoltepec, Toluca, 1966) es un caso singular dentro de la producción poética de México en las dos últimas décadas, poeta de vocación, ha elaborado una interesante obra que se sitúa al margen de los cánones imperantes en la literatura de su país pues ha consagrado su escritura a un género breve e intenso del que fueron introductores en lengua castellana dos ilustres compatriotas: Juan José Tablada y Octavio Paz. Me refiero, por supuesto, al haiku, y digo singular porque a pesar de ser un género de moda, Elías Dávila se ha dedicado al cultivo específico del que los especialistas de la estrofa japonesa han denominado como “haiku verdadero”.
Así lo atestigua su última colección, que lleva el significativo título de Vitral de instantes, no podía titular mejor su autor el libro pues en él reúne precisamente eso, instantes precisos (y preciosos) que su atenta mirada de haijin ha sabido captar y eternizar en el centro del folio, y he aquí una de las grandes virtudes de este libro, la disposición tipográfica del haiku en medio de la página como parte de un todo que se opone a la nada del blanco que lo circunda.
Entrando de lleno en el poemario, observamos que viene muy bien avalado por un excelente prólogo firmado por uno de los mayores expertos en la materia: Vicente Haya, que no acostumbra a escribir sobre autores occidentales contemporáneos, esto hace que aún tenga más valor el hecho de ocuparse de los cuarenta y un haikus que componen un libro que es un  haiku en sí mismo, así la ilustración, de un colibrí, obra de Flor Gutiérrez, en unos pocos trazos de tinta china y la pureza del blanco que lo acoge, unido al pequeño formato del volumen, sintetizan el espíritu oriental que recorre estos haikus donde la naturaleza, y su milagro cotidiano, es el marco donde se desarrolla la mínima acción que desencadena los versos.
En cuanto a la estructura del libro, éste se organiza en dos grandes apartados: “Al otro lado de la luz”, bajo cuyo epígrafe se agrupan dieciocho haikus; y “La mirada interior”, que a su vez reúne otras veintitrés composiciones. Dos partes complementarias donde Elías Dávila cultiva prácticamente todos los subgéneros, de hecho comienza con un haiku que podríamos definir como cruel:
 
Hojas de otoño:
El aire también mueve
mariposas muertas.
 
Por sus páginas discurren infinidad de elementos que Elías Dávila ha sabido combinar con una sencillez asombrosa, de esa sabia combinación de elementos a veces opuestos deviene la belleza de un mundo ancho y ajeno en el que el haijin tiene la fortuna de adentrarse para hallar la esencia de lo verdadero. He aquí otro ejemplo donde la mirada limpia del poeta acierta a desvelar la belleza intrínseca que le rodea:
 
Después de llover:
El potro blanco
oculto en la niebla.
 
Pero también hay una mirada piadosa, cuya sola visión es capaz de concienciar con ternura:
 
Banca del parque:
Indigente y su perro
comparten un pan.
 
Elías Dávila tiene, además, la fortuna de no ceñirse a un esquema rígido pues sabe, como los clásicos, que una sílaba más o menos no puede comprometer lo bello y auténtico, así se entrega con pasión a la mera contemplación de un mundo mutable. Y es por ello que se contenta con ser mero testigo, eso sí, privilegiado, de este mundo en constante movimiento. Veamos otro magnífico ejemplo:
 
La cigarra
por un momento da voz
al árbol muerto.
 
Vitral de instantes se erige en un sensitivo y colorido conjunto de haikus “insólitos”, producto, sin duda, de una contemplación directa, pues no hay mayor asombro que aquello que sucede en el momento más inesperado, de ahí el valor de un poeta sensible, capaz de fijar por escrito una pincelada de ese momento único e irrepetible.



martes, 7 de junio de 2016

Tierra amada. Espíritu de perfección. María Victoria Caro Bernal

 
 


Tierra amada. Espíritu de perfección
 
María Victoria Caro Bernal
 
Vivelibro, Madrid, 2014
 
 
La editorial ViveLibro publica dentro de la colección “Nueva Visión Poética” la opera prima de María Victoria Caro Bernal, gestora cultural que desarrolla una importante labor en el Ateneo de Madrid, organizando diferentes encuentros, jornadas y tertulias. En el ámbito de la poesía recibe en 1986 un primer premio de poesía del certamen andaluz “Antonio Machado” de Jaén, con el primer poema que escribe: “Profecía del bien intrínseco del Alma”. En 1988 edita un cuaderno de poesía, Lino Blanco, contenido en el poemario que nos ocupa.
El libro se abre con tres prólogos que firman Márcio Catunda, Juan Antonio López Benedí y Juan Carlos Jurado Zambrana, que ponen de manifiesto las muchas virtudes de un libro que se divide en cuatro grandes apartados. El primero se titula “Philopoesía” y está integrado por seis poemas. Como muy bien reza el título de esta parte, María Victoria loa a la poesía como ese amante de “voz solemne, masculina y sonora” que invita a la intimidad y al recogimiento para alcanzar al fin la profundidad del ser que somos, para hallar en la oscuridad que nos envuelve, en la noche del alma, la misteriosa luz del día, pues sólo así puede ser revelada la verdad que da sentido a la vida. Estos cantos de amor ungidos de dulzura se desprenden del deseo que lo hiere para a través de la imaginación comunicar con lo sagrado, dice María Victoria: “dejad hacer, dejad pasar, dejad sentir” a la emoción, a la Poesía, el eco de su voz que le devuelva un “Te quiero”. Sin duda la noche es el marco de las palabras pronunciadas sin aliento, la fuerza del pensamiento despierta al corazón para entender el origen, ese “anhelado punto de partida”. Pero es necesario el silencio para transformar a la mente, para “descubrir lo indefinible”, estupenda metáfora la del claro del bosque, que como muy bien dice María Victoria, no es la nada, sino el punto de encuentro con la divinidad, con lo espiritual encarnado en esa luz mística que es la fuente del saber, del conocimiento más profundo y al mismo tiempo más elevado. Resulta curiosa la forma de describir lo espiritual que tiene María Victoria al ligarlo directamente con el pasado, con aquello que “queda imborrable en el recuerdo”, pues María Victoria sabe que somos tiempo y que el tiempo nos condiciona fatalmente, será lo espiritual pues ese tiempo que nos queda y la forma de superarlo, de fijarlo en el poema.
En la segunda parte, “Unidad religada”, compuesta por  ocho poemas, lo místico se une con la elegancia del discurso. Si en la primera parte el lenguaje era más etéreo, en la segunda el lenguaje es más telúrico, más religioso, se puede hablar de un misticismo más cristiano, donde incluso se cita a Cristo y donde se afirma el ser que somos, seres que requieren de la luz para “saber más”. Noche y luz son dos conceptos fundamentales en la poesía mística y María Victoria sabe conjugarlos con acierto para transmitir su mensaje eucarístico: transmutación del poema en vino, de la palabra en nuestro pan de cada día. Pero la autora también invoca a sus seres queridos para encontrarse con ellos más acá o más allá, en lo inmediato o distante, sin duda la palabra también sirve para conjurar lo amado y perdido. Así su vocabulario se vuelve más carnal como para asir lo inasible, para llegar a dónde nadie ha llegado, con la paz por bandera y el amor como fuerza arrolladora que le permite volar, quizás para alcanzar finalmente ese principio donde comienza todo fin, de ahí el concepto del Uno, donde principio y final constituyen las dos caras de una misma moneda. No existe mejor forma para alcanzar la verdad que llegar a lo Absoluto, a través del yo, una alianza perfecta que afirma la existencia y “origina el movimiento” y da lugar a un diálogo entre reino y mundo, entre la divinidad y la autora, que aspira a la unión perpetua con lo inmutable, con la sabia luz de una conciencia fuera del tiempo de los mortales. En este punto destaca la riqueza y viveza del léxico que María Victoria emplea para describir la estrecha relación entre su anhelo de integración y ese mundo paralelo, superior, que el corazón henchido de amor le pide al cerebro.
La tercera parte, “Ramificados” es la más extensa pues consta de veinte poemas, aquí el lenguaje se hace más simbólico, más ecléctico, así en “Laureola de sombras” dice: “Hoy he visto la sombra de la luz” o hace referencia a la divinidad como “gran hermano dorado”, también reincide en la circularidad del tiempo, en el eterno retorno, donde se emerge de las aguas para con los ojos abiertos alcanzar la plenitud, por tanto siempre se evoca ese viaje iniciático de la sombra a la luz, de lo profundo de abajo a lo profundo de arriba, un viaje vertical hacia la sombra encendida. En “Hazte, que te recuerdo”, éste aflora de nuevo como recinto de lo sagrado pues sin la memoria enamorada no es posible el florecimiento, de ahí que se apele al “dulce recuerdo” del encuentro nocturno, como más que un sueño, acaso la vida sólo sea ese sueño de lo eterno donde sólo es posible el encuentro y donde olvidar, esa grisura que nos conmina a pecar en silencio, nos deja las manos vacías y el corazón hueco. Como todos nosotros, María Victoria es una viajera solitaria, que “desde las cárceles de un imperio” añora la compañía de alguien: amante, poesía, divinidad, que se ha ido y nos deja con la tristeza en el recuerdo. En estos poemas María Victoria hace gala de una sensualidad a flor de piel que emerge de las entrañas con esa llama de amor viva que nos dice una y otra vez que resulta imposible vivir sin amor, pues el amor, como una estrella de “luz blanca y transparente”, nos da vida en la oscuridad donde aguardamos su llegada entre la vigilia y el sueño.
Merece la pena detenerse en este punto para comentar dos poemas que delatan el amor de la autora por el clasicismo y la filosofía clásica, uno es un bellísimo homenaje a la diosa Palas Atenea, “mujer íntegra, /que no necesita varón” y que “digna de los dioses/ prudente se aleja”, y el otro poema es un homenaje al sabio Plotino, donde el Ser y el Uno son la misma cosa, fíjense en la tersura de los versos: “Como las olas que en el otoño/ abanican la brisa escarchada” o “quien todo lo tuvo/ prefiere un puñado de arena sin mácula”. Misticismo, poesía y filosofía, anhelo del ser sempiterno que sólo por el conocimiento se revela, en definitiva el logos, como muy bien dice María Victoria, es la flor “del más puro intelecto”.
Pero la autora también da rienda suelta a la pasión y canta enardecida a la única belleza que mana de los labios de ese amante más que humano al que reclama con el corazón desbordado.
María Victoria canta y canta a ese amante que es norte y guía, sin su presencia está perdida e invocarlo es una forma de salvar la distancia, de ordenar el caos para alcanzar al fin esa tierra amada donde sentir y comprender es lo mismo, donde “una luz que no ciega nos da la bienvenida, tierra de promisión donde el amor es inagotable, la dicha suprema y el gozo ilimitado. Los poemas son el camino que recorre la autora hacia esa tierra donde el amante angelical le invita a entrar, así la autora convoca a los elementos, como el viento, para que impulse su vela a través de un mar de dunas, y la música para hacer más dulce la espera.
En la cuarta y última parte, “Noche de poema”, es dónde María Victoria reúne las composiciones más extensas, en concreto once poemas. En “Lino blanco” el viaje continúa, un viaje que va del centro de la tierra hacia las estrellas, un viaje como el de Cavafis, lleno de experiencias y de autoconocimiento. Aquí aparece de nuevo el recuerdo, como imborrable hallazgo impregnado “de la Luz que todo lo envuelve”. En estos poemas María Victoria filosofa con gran agudeza y se vuelve quizá más hermética, sólo el Amor místico, la “consumación natural” le puede devolver la esperanza. Como colofón nos encontramos el poema “Profecía del bien intrínseco del alma” que no sólo resulta ser el más extenso de todos sino también una suerte de amalgama que reúne y fusiona todas las ideas que vertebran el poemario y dónde la autora consigue llegar al final del viaje para entrar en esa tierra amada, que no es otra que la Paz, en cuyo centro le espera el amor puro de unas manos abiertas para el abrazo más delicado, el que lleva a la consumación-fusión-ascensión.
El poemario concluye con dos epílogos, obra de Vicente Merlo y Xabier Sánchez de Amoraga y de Garnica, dos autores doctos en filosofía, arte y religión, que con sus palabras ponen el broche de oro a un poemario muy recomendable en estos tiempos tan difíciles donde el capital y los intereses económicos han arrinconado la dimensión espiritual que el ser humano tanto necesita.