viernes, 19 de mayo de 2017

La flor de la vida. Heberto de Sysmo

 
 


La flor de la vida. Elogio de la geometría sagrada
Heberto de Sysmo
Lastura, 2016
 
 
Poesía matemática, cuántica… estamos cansados de leer etiquetas abarcadoras, todas resultan insuficientes a la hora de calificar a una obra tan compleja en su entramado y con afán divulgador como la de Heberto de Sysmo pues su poesía, audaz e inteligente, no deja indiferente a nadie.

José Antonio Olmedo López-Amor está detrás, o más bien dentro, de Heberto de Sysmo, un seudónimo que engloba dos referentes de su poesía, la del poeta cubano Heberto Padilla (1932-2000), gran amigo de Evgeni Estuchenko, de quien adopta el nombre, y la del lenguaje vanguardista, de hecho el escritor valenciano es un confeso amante del neologismo, y ese “sysmo”, que más bien sería seísmo por el alcance de su palabra, es deudor de ese ardor creativo, de esa energía que en José Antonio Olmedo encuentra su horma. Así el libro se inicia con un afortunado neologismo, “laripse”, una palabra que leída del revés da como resultado la palabra “espiral”, que será fundamental a la hora de interpretar el texto.

Tras El Testamento de la Rosa (Ediciones Cardeñoso, 2014) y La soledad encendida (Ultramarina Cartonera & Digital, 2015), libro de haikus co-escrito con quien suscribe estas líneas, poemarios ya maduros donde Heberto de Sysmo probó diversas formas con maestría, le llega el turno a La flor de la vida, bellísimo título que se encadena con un no menos bello subtítulo, que nos pone en la pista de su temática, Elogio de la geometría sagrada. José Antonio Olmedo adopta el título de la figura geométrica compuesta de diecinueve círculos completos del mismo diámetro y treinta y seis arcos circulares que forman un conjunto hexagonal, que a su vez se incluye en un círculo mayor. Los diecinueve círculos completos se solapan creando patrones radiales simétricos que asemejan flores.

Publica Lastura, de la mano de Lidia López Miguel, que como muy bien reza su lema, “el idealismo como concepto editorial”, ha aceptado el riesgo de darle cabida en el n.º 42 de su magnífica colección de poesía Alcalima, que dirige Isabel Miguel.

El poemario, de entrada, cuenta con diversos atractivos a tener muy en cuenta, que, sin duda, aportan un valor añadido a un libro que es en sí una pieza de arte lingüístico y conceptual. En primer lugar la sugerente ilustración de cubierta, obra de la artista y también poeta Vanessa Torres, que además se encarga de ilustrar las portadillas, con su peculiar estilo gráfico, de imaginación desbordante y reminiscencias cósmicas. En segundo lugar, aunque no menos importante, un breve comentario de Francisco Brines, que figura en la contraportada.

Pero ahí no se acaban los resortes de la obra, nada más abrir el volumen nos hallamos con nuevas aportaciones: un prólogo del propio autor que nos introduce sabiamente en la lectura y que titula “Ensayo de un entrópico desorden. El axioma del sofisma”, donde nos desgrana algunas de las claves necesarias para desentrañar los versos, como la espiral logarítmica, la sucesión de Fibonacci o la teoría del centésimo mono o masa crítica, un texto erudito que expresa un loable interés por la ciencia, algo poco común en el gremio lírico.

Pero hay más, el análisis y notas del escritor vallisoletano David Acebes Sampedro, tan necesarias para comprender la esencia de las partes y las composiciones que las integran, pues es en su estructura, reflejo geométrico del tema en que se inspira, donde podemos descifrar su universo poético.

Siete cantos compuestos por siete poemas cada uno, con títulos más que sugerentes: “Cuerpos geométricos”, “Las llaves de la vida”, “Versos áureos”, “Humanas reflexiones”, “Sinergia del amor cuántico”, “Sonetos atlantes” y “Las siete leyes de la creación & Tradición Hermético-Alquímica”, y todos introducidos por una cita significativa de un autor representativo, a saber: Platón, Johannes Kepler, Francisco Salinas, Eddie J. Bermúdez, Antonio Praena, H.D.S., y Rabindranath Tagore, respectivamente. Por el camino nos encontramos con otros referentes, como Juan Eduardo Cirlot o la teósofa rusa Helena P. Blavatsky. Todo constituye un conjunto armónico cuyas piezas se sustentan unas a otras hasta reproducir en sus páginas esa “flor de la vida”, cuyo patrón ornamental está presente desde la Antigüedad.

Pero no acaban ahí sus múltiples reminiscencias pues el poemario es un dechado de virtudes líricas, no sólo por su vocabulario, extremadamente rico y culto, sino también por su ritmo, en él están presentes diversas formas, desde el endecasílabo blanco al verso libre, desde los siete sonetos “atlantes”, en que el último verso de cada estrofa rima y que dedica a los elementos, a los veintisiete “haikus” de “Humanas reflexiones”, que adoptan la estrofa japonesa pero basándose en la “Teoría de Cuerdas”.

Como podemos observar, nos encontramos con un poemario atípico, que exige una lectura atenta, con composiciones de gran belleza, he aquí una muestra:

LLAVE PSICOLÓGICA

Nuestro conocimiento es el estigma
que siempre sangrará contra sí mismo,
tratando de cruzar eternos puentes,
pensando en la pasión que lo arrebata.
Pero hay puentes a pasos invisibles
quizá muy cerca nuestro, quizá lejos,
que el propio ansia de ver niega convulso
cual claridad prohibida al impaciente.
En la morfología de una lágrima
podemos vislumbrar su procedencia;
si proviene de un llanto o de una risa,
mas no podemos comprender su origen
ni las formas que adopta su estructura…
Salina solución de un sentimiento.

Hasta aquí la epidermis de un poemario que es el fruto de cinco años de trabajo y que ya ha sido objeto de diversas reseñas, por parte de Carlos Alcorta, Manuel Guerrero Cabrera, Antonio Rivero Taravillo, José Carlos Rodrigo Breto o Jesús Cárdenas Sánchez, algo que da cuenta de su interés y alcance, y que lo han hecho merecido finalista de los Premios de la Crítica Literaria Valenciana en su modalidad de poesía, que entrega la Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios (CLAVE).
 
 
Gregorio Muelas Bermúdez



domingo, 14 de mayo de 2017

Cantos al camino. Isabel Alamar

 
 


Cantos al camino
Isabel Alamar
Playa de Ákaba, 2017
 
 
La escritora valenciana Isabel Alamar publica su primer poemario con un título muy sugestivo, Cantos al camino, y lo hace en el número 4 de la colección “La historia que contamos” de Playa de Ákaba. A pesar de ser su opera prima, Isabel Alamar ya había sido incluida en diversas antologías, como Poesía experimental española (Calambur, 2012), Arquitectura de la palabra (Institució Alfons el Magnànim, 2012) o Un viejo estanque (Comares-La Veleta, 2013), además de publicar poemas y reseñas en prestigiosas revistas digitales, tales como Espacio Luke, Culturamas, La Galla Ciencia o Todoliteratura.es. Una intensa actividad literaria a la que más recientemente ha sumado la plástica, con retratos de escritores coetáneos.

Los que tenemos la suerte de conocerla sabemos del talento y el tesón que su autora atesora y el libro que reseñamos es el fruto de un esfuerzo continuo en su labor creativa. Un esfuerzo bien recompensado, pues no podría abrir mejor el libro que con el espléndido prólogo que lo inaugura, firmado por Jaime Siles. Un texto que añade valor a un libro ya de por sí hermoso, compuesto por doscientos dos poemas, en su mayoría breves, de una lucidez sintética y de apariencia sencilla pero que denotan una gran fuerza emotiva.

El poemario se divide en tres grandes apartados con títulos muy significativos que nos sitúan en el entorno en el que se ahorma su escritura: “En busca del yo”, “El yo con la naturaleza” y “La naturaleza a solas”. La propia estructura sugiere ese viaje iniciático del yo a la naturaleza, principio y fin donde el yo reposa, así el discurso se desplaza progresivamente desde “el centro del yo”, que camina en solitario, hasta los haikus que conforman la última sección, algunos tan bellos como estos:

Al amanecer
la luz en la maceta
toca a la flor.”

o

Sobre la tormenta
extiende sus alas rojas
el viejo colibrí.”

En las citas que abren las tres secciones es posible atisbar sus influencias, desde los clásicos japoneses, Masaoka Shiki y Yamaguchi Sodô, hasta autores contemporáneos con los que la autora guarda una gran afinidad, como Kepa Murua, al que ha dedicado varios estudios, y su paisana Susana Benet.

La estrofa japonesa es, sin duda, la veta que Isabel Alamar explora con singular maestría pues todas sus composiciones tiene ese aire oriental a la hora de mostrar la naturaleza, sin embargo, el yo poemático, un manifiesto lirismo y cierto misticismo en esa visión espiritual del mundo como “flujo y reflujo de mariposas”, se filtran como haces de luz configurando un estilo muy peculiar que trasciende la pura ortodoxia para trazar su propia senda, ello nos tienta a calificarlo de liberal y, sin embargo, es tan miscelánea su escritura que, no obstante las referencias culturales que a priori asimilan su discurso con la tradición china y japonesa, Isabel Alamar es, ante todo, una poeta de su tiempo, que discurre por los caminos transversales de su época, la nuestra, tan compleja, y es ahí precisamente donde reside su mayor virtud, la de caminar serena bajo el temporal hasta que sus pasos “se confundan con el paisaje”, hasta encontrarse consigo misma, siendo al fin parte del todo, una manera original de escapar de la nada.
 
Gregorio Muelas Bermúdez



miércoles, 3 de mayo de 2017

Los refugios que olvidamos. Jesús Cárdenas

 
 


Los refugios que olvidamos
Jesús Cárdenas
Anantes Gestoría Cultural, 2016
 
 
Jesús Cárdenas Sánchez (Alcalá de Guadaira, Sevilla 1973) es un poeta incansable, tenaz, autor prolífico que año tras año, desde la publicación de La luz de entre los cipreses (Ediciones En Huida, 2012), ha ido entregando a la imprenta poemarios de calidad contrastada y con eco en los medios. Ahora publica de nuevo en Anantes Gestoría Cultural, tras Sucesión de lunas (2015), un libro de bellísimo título, Los refugios que olvidamos, con un sugerente motivo de cubierta, “Manchas de invierno”, realizado por Jorge Mejías Garrón.

Lo primero que podemos constatar es que no nos encontramos con una mera colección de poemas, el autor sevillano organiza a conciencia las cuarenta y nueve composiciones que integran el libro en torno a cuatro apartados con epígrafes muy significativos: “La humedad”, “Hojas secas”, “Anclaje” y “Sumideros”, de similar extensión, excepto el tercero, más breve, en los que prescinde de citas y se expresa con cuidada vehemencia y en ritmo imparisílabo.

Era tu voz el único refugio/ señalado en la cumbre”. La poesía es refugio y estos versos sintetizan el espíritu que recorre todo el poemario, donde naturaleza y sentimiento son los ejes sobre los que Jesús Cárdenas articula su discurso, veraz, melancólico y en apariencia sencillo, tras el que se vislumbra un arduo trabajo de depuración estilística. El sevillano es un trabajador incesante del verso, al que se entrega con pasión y denuedo, por eso en su poesía se advierten tintes biográficos, tal vez con el fin de recordar “sin rencores”, “sin llamas, rescoldos ni cenizas”.

Existen varios refugios, como el cuerpo amado, “celeste y vibrante”, “bajo el conjuro de la Vía Láctea”, con un lenguaje elegante que no desdeña el clasicismo, Jesús Cárdenas concita los grandes temas de la lírica tradicional pero con un estilo muy personal que tiene en el silencio su enemigo íntimo, de ahí su empeño por nombrar las cosas queridas, para no perderlas, para, en definitiva, no olvidarlas.

Un halo de melancolía parece recorrer todo el libro, en busca de ese anclaje metafísico que trascienda la herida, como en el emotivo poema que dedica a la memoria de su madre, “Ante el castillo de Sancti Petri”. Por eso “ante la quebradura temporal de la especie”, después de mucho andar sobre terrenos baldíos, dice el poeta: “Es hora de verter el vino reservado/ para las grandes ocasiones/ en las copas que guardan el sabor a embalaje”.

Tal vez porque “hay una realidad más allá de ésta” damos las cosas “a fondo perdido”, aunque a menudo nuestra perspectiva se doble hacia dentro, hacia noches sin luna, es ahí donde la poesía de Jesús Cárdenas encuentra su horma, en esa visión melancólica que le impele a decir que “nada vale nada”, una suerte de incomprensión a la que se impone una mirada crítica sobre la “perversa realidad”.

Pero si algo destaca es esa mirada irónica que tan bien sabe aderezar con apuntes culturalistas, me refiero a “La primavera no se refleja en la ventana del jardín de E. E. Cummings” y “La camarera del Folies Bergère”. El más extenso de los poemas, el bellísimo “Deserción de la materia”, es la antesala a ese “Fin de etapa” que cierra el libro, con un verso muy significativo: “Ya sabes lo que hacer: ponme a resguardo”.

En efecto, con Los refugios que olvidamos parece que su autor pretende cerrar una etapa de su obra, experiencial y meditativa, para iniciar otra que a buen seguro será fructífera.

 
 
Gregorio Muelas Bermúdez