La herida de los días
Blas Muñoz Pizarro
Gobierno de Aragón, Zaragoza, 2010
Blas Muñoz Pizarro es, con toda justicia, uno de los
poetas más laureados de nuestras letras, numerosos premios jalonan su obra, que
se inició en 1971 con una primera etapa de creación que abarca hasta 1981 con
la publicación de Naufragio de Narciso,
luego permanece en silencio poético durante cinco lustros, un largo período
dedicado a la reflexión e introspección, hasta que en 2007 finaliza La mirada de Jano, que le devuelve a la
primera plana. Desde entonces no ha dejado de cosechar galardones, algunos tan
importantes como el Premio Miguel Labordeta 2010 del Gobierno de Aragón por La herida de los días, el poemario que
nos ocupa, que además fue merecedor en 2011 del Premio de la Crítica Literaria
Valenciana que concede la Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios
(C.L.A.V.E.).
Blas Muñoz demuestra su absoluta pericia en el
empleo del endecasílabo en este conjunto de 29 sonetos sin rima consonante,
donde alcanza altas cotas de percepción
de la realidad poemática. El bellísimo título sintetiza la loable
aspiración del autor de plasmar cómo el ineluctable paso del tiempo, siempre en
fuga, acrecienta la herida por dónde el olvido se apropia de la memoria.
La palabra poética le sirve de lúcido escalpelo para
ahondar con asombrosa veracidad el velo que recubre las cosas, consiguiendo
trascender la pura anécdota para desvelar la esencia de esas cosas que aunque
fugaces dejan tras de sí un amplio poso en la memoria.
El libro se inaugura con un “Pórtico” a modo de
prefacio, que nos habla de la inveterada condición del héroe, ser abocado a
avanzar en silencio bajo la mirada admonitoria de aquellos que le amaron,
testigos mudos del sacrificio que se le exige y que no admite el fracaso. El
poemario se clausura con un poema, “Mi óbolo”, como dádiva que el hombre
entrega en agradecimiento por su paso, breve, por la vida.
Estructurado en forma de diario íntimo, Blas Muñoz
nos conduce de la mano a través de un inquietante viaje metafísico por un mundo
constantemente amenazado por la nada. La luz que recién nacida ya vislumbra su
postrer apagamiento, el dolor que agrieta el alma con la irrevocable ausencia
de seres que aún transitan por la memoria, la ceniza como residuo fúnebre de
aquello que antes rebosaba de vida, pero también celebración de ésta última, por
tanto himno tamizado de elegía. Nos hallamos pues ante una poesía de corte
metafísico que trata de hallar certezas desbrozando el todo de la nada.
Elegancia e inteligencia definen el estilo de un
poeta capaz de describir el mundo de un modo auténtico y personal. Sólo la
experiencia del poeta es capaz de rescatar pasajes y paisajes acerados en la
memoria. El tiempo hiere y marca cicatrices en el alma sensible del poeta que
revive momentos al volver a contactar con lugares donde el recuerdo se obstina
en permanecer más allá de la conciencia, que como la magdalena proustiana sólo
espera la circunstancia exacta para manifestarse, así en “Día de Reyes” una
fecha le devuelve un episodio de infancia enmarcada tras una ventana como un
cuadro de nostalgia; o en “1950 (por ejemplo)” donde la mirada del poeta arroja
luz sobre las sombras que habitan en la antigua casa familiar.
La propia creación poética ocupa también un lugar
importante en sonetos tan memorables como “Otro fulgor”, “Poética (o no)”,
“Razón de ser”, “Este oficio de penumbras”, o el emotivo “Un libro dedicado
(1974)”, que evoca la figura y el magisterio del gran poeta alicantino Juan
Gil-Albert.
En conclusión, “esta suma de restos, o de restas”
que es la poesía de Blas Muñoz es capaz, merced a la inteligencia y el
instrumento de la bella palabra, de avivar las cenizas, de recomponer un mundo
interior erosionado por el paso del tiempo.
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