101 Crímenes de Valencia
VV.AA.
Vinatea Editorial, 2019
Jaume
el Barbut
“Jaume
el Barbut” le llamaban en su pueblo natal, Crevillente, o “Jaume
el de la serra” los habitantes de Elche y alrededores, pero él era
Jaime José Cayetano Alfonso Juan, Sargento Mayor. Sus años de
bandolero pertenecían a un pasado oscuro del cual se redimía
persiguiendo y capturando a otros bandoleros y fugitivos. Además, él
había sido un héroe de la guerra de guerrillas contra el invasor
francés, combatiendo a las tropas del general Soult en emboscadas
que dificultaban la logística del ejército de Bonaparte en el
suroeste de Alicante y Murcia. Paladín más tarde de la causa
realista en los convulsos años del gobierno liberal, “el
Deseado”(*) lo había indultado, por tanto, tenía motivos
suficientes para sentirse orgulloso de la culminación de una carrera
de la que hubiera debido esperar un fin más bien trágico.
Aquel
día de primavera de 1824 nada hacía presagiar que sería totalmente
aciago. Un cielo libre de nubes le había saludado aquella mañana en
la que había sido convocado a la cárcel de Murcia, cuyo consistorio
le había nombrado sargento un año antes. Como en otras ocasiones,
se había vestido con sus mejores galas para recibir órdenes, una
rutina que formaba parte de su cargo y que asumía con absoluta
displicencia. Durante el trayecto a la cárcel le fueron saludando
varios transeúntes que admiraban su generosidad y nobleza pues
conocían esa particular parte de su historia en la que había
asaltado a los viajeros ricos para beneficiar a los más necesitados.
Al
llegar al umbral de la entrada del recinto penitenciario le embargó
un presagio, una amarga sensación que creía haber olvidado y que le
devolvió por un instante a los recónditos caminos pedregosos donde
anduvo tanto tiempo y donde la muerte parecía esperar en cualquier
recodo. No obstante, convencido de lo irracional de tal presagio,
decidió atravesar la puerta principal con su habitual resolución
para cumplir con sus obligaciones. Ya en el interior, esa sensación,
que creía momentánea, se fue acrecentando a cada paso que daba
hacia el despacho del Alcaide, quien con semblante adusto y
flanqueado por varios guardas, le esperaba de pie detrás de la
robusta mesa de roble. Tras ingresar en la estancia, uno de los
guardas procedió rápidamente a cerrar la puerta al tiempo que otros
dos se abalanzaban sobre él para agarrarlo firmemente por los
brazos:
-
¡Quieto, queda usted detenido por orden del rey! – pronunció el
Alcaide en alto.
La
estupefacción cubrió el rostro de Jaume, que azorado apenas alcanzó
a pronunciar:
-
Pero… ¿cómo? ¿por qué?
-
Está usted acusado de robo y asesinato, al fin deberá pagar por sus
crímenes y excesos – respondió el Alcaide.
-
Pero si fui eximido por el rey, debe tratarse de un error... - exhaló
mientras trataba de forcejear con quienes lo retenían.
-
¡No se hable más!, llévenlo inmediatamente a una celda donde
permanecerá encerrado hasta el día de su ajusticiamiento.
Las
gotas de lluvia le resbalaban por el rostro, ese día, 5 de julio, la
mañana se presentaba ventosa, desapacible, plomiza, en la céntrica
plaza de Santo Domingo. Frente al cadalso se había reunido una
pequeña multitud que le contemplaba con una extraña mezcla de
curiosidad, resentimiento y tristeza. Entre las tupidas nubes y él
oscilaba la soga de la horca, gruesa, amenazadora, cuya firmeza
revisaba el juez junto a aquel al que debía ordenar accionar la
palanca que separaría los pies del condenado de la tarima de madera
que sostenía su cuerpo. Tras semanas de confinamiento en una
apestosa celda, finalmente Jaume abandonaría este mundo con la
sospecha de la traición por parte de aquellos que, en secreto, lo
habían auspiciado.
Atado
de pies y manos por la Justicia, aquella por la que creía haber
luchado, empezó a recordar sus años fuera de la ley, allá en la
sierra. Pero su primer pensamiento sería también el último pues
sin saber por qué empezó a rememorar uno de los episodios más
truculentos, donde tras un desesperado intento de huida un miembro de
su antigua cuadrilla acabó con la vida de un miliciano del rey.
Mientras
retrocedía rápidamente en el tiempo, Jaume no podía dejar de
inquietarse por la naturaleza de un recuerdo que parecía comprometer
su pasado. Son las
trampas de la memoria,
acabó pensando.
Fue
antes de la invasión de Napoleón, Jaume se encontraba con Miquel,
uno de los miembros más destacados de su cuadrilla y que se había
ganado fama de hosco e impetuoso, cuando llegó a la aldea un
destacamento de la milicia. Hacia dos días que permanecían ocultos
pues desde el gobierno de la provincia se había dado orden de busca
y captura de cualquier integrante de la banda que continuamente
alteraba el comercio en la región. Por fortuna, algunos lugareños,
los desfavorecidos, se habían aliado con la causa de Jaume dándole
pan y cobijo. Pero ese día el destacamento era mayor y en lugar de
interrogar a los aldeanos, decidieron registrar directamente las
casas, una por una. Escondidos en una estrecha cuadra de una finca de
las afueras, los dos fugitivos oían el trasiego de botas que iban y
venían por toda la población. A Jaume le resultaba cada vez más
difícil contener a Miquel pues los nervios de este se iban
desbordando conforme se aproximaban las voces de los milicianos.
Poco
después alcanzaron a escuchar las palabras del jefe del
destacamento, que avisó con colgar a todo aquel que osara proteger a
alguno de aquellos bandidos que durante meses habían puesto en jaque
el tránsito de mercaderías, este bando alarmó tanto a Miquel que,
sin mediar palabra con Jaume, decidió emprender la huida por su
propia cuenta y riesgo. Jaume, un tanto sorprendido, solo pudo ser
testigo mudo de los hechos que se desencadenaron a continuación.
Temiendo
ser acorralado, Miquel, trabuco en mano, había emprendido la
escapada hacia un muro próximo, cuando a mitad camino fue
descubierto por dos hombres de avanzadilla, quienes de inmediato le
instaron a detenerse, la reacción de Miquel fue instantánea pues de
un disparo acertó en el pecho a uno de los milicianos, que quedó
tendido en tierra mientras su compañero trataba de ponerse a
cubierto. El trabucazo atrajo de inmediato al resto del destacamento,
que desplegándose en círculo trataron de cercar al fugitivo, que
jadeaba detrás del muro de adobe de un huerto.
Jaume
contemplaba la escena que entendía como un sacrificio involuntario
por parte de Miquel pues el incidente concentró la atención de los
milicianos en el punto donde aquel se debatía desesperadamente entre
la vida y la muerte. Jaume no tardó en aprovechar la ocasión para
escapar de aquel lugar, mientras Miquel, resignado, inerme,
comprendió que ya no disponía de ninguna posibilidad, y al intentar
correr hacia unos riscos fue brutalmente acribillado por una docena
de fusiles que salpicaron de rojo los arbustos cercanos.
El
silencio que siguió convenció a un Jaume sin aliento de que
finalmente había conseguido ponerse a salvo. Pero en ese preciso
instante sintió una repentina caída al tiempo que un tirón
desgarrador en el cuello. Su vista se borró para siempre mientras su
cuerpo se balanceaba inerte en el vacío. (**)
(*)
Fernando VII
(**)
Tras su ejecución y con el fin de aleccionar a quien tuviera la
tentación de seguir sus pasos, fue descuartizado y sus miembros,
fritos para evitar que se descompusieran, se exhibieron para
escarmiento público, su cabeza en Crevillente, y sus extremidades en
Hellín, Sax, Fortuna, Jumilla y Abanilla.
Gregorio
Muelas Bermúdez
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