Tierra amada. Espíritu de perfección
María Victoria Caro Bernal
Vivelibro, Madrid, 2014
La editorial
ViveLibro publica dentro de la colección “Nueva Visión Poética” la opera prima
de María Victoria Caro Bernal, gestora cultural que desarrolla una importante
labor en el Ateneo de Madrid, organizando diferentes encuentros, jornadas y
tertulias. En el ámbito de la poesía recibe en 1986 un primer premio de poesía
del certamen andaluz “Antonio Machado” de Jaén, con el primer poema que
escribe: “Profecía del bien intrínseco del Alma”. En 1988 edita un cuaderno de
poesía, Lino Blanco, contenido en el
poemario que nos ocupa.
El libro se
abre con tres prólogos que firman Márcio Catunda, Juan Antonio López Benedí y
Juan Carlos Jurado Zambrana, que ponen de manifiesto las muchas virtudes de un
libro que se divide en cuatro grandes apartados. El primero se titula
“Philopoesía” y está integrado por seis poemas. Como muy bien reza el título de
esta parte, María Victoria loa a la poesía como ese amante de “voz solemne,
masculina y sonora” que invita a la intimidad y al recogimiento para alcanzar
al fin la profundidad del ser que somos, para hallar en la oscuridad que nos
envuelve, en la noche del alma, la misteriosa luz del día, pues sólo así puede
ser revelada la verdad que da sentido a la vida. Estos cantos de amor ungidos
de dulzura se desprenden del deseo que lo hiere para a través de la imaginación
comunicar con lo sagrado, dice María Victoria: “dejad hacer, dejad pasar, dejad
sentir” a la emoción, a la Poesía, el eco de su voz que le devuelva un “Te
quiero”. Sin duda la noche es el marco de las palabras pronunciadas sin
aliento, la fuerza del pensamiento despierta al corazón para entender el
origen, ese “anhelado punto de partida”. Pero es necesario el silencio para
transformar a la mente, para “descubrir lo indefinible”, estupenda metáfora la
del claro del bosque, que como muy bien dice María Victoria, no es la nada,
sino el punto de encuentro con la divinidad, con lo espiritual encarnado en esa
luz mística que es la fuente del saber, del conocimiento más profundo y al
mismo tiempo más elevado. Resulta curiosa la forma de describir lo espiritual
que tiene María Victoria al ligarlo directamente con el pasado, con aquello que
“queda imborrable en el recuerdo”, pues María Victoria sabe que somos tiempo y
que el tiempo nos condiciona fatalmente, será lo espiritual pues ese tiempo que
nos queda y la forma de superarlo, de fijarlo en el poema.
En la segunda
parte, “Unidad religada”, compuesta por ocho
poemas, lo místico se une con la elegancia del discurso. Si en la primera parte
el lenguaje era más etéreo, en la segunda el lenguaje es más telúrico, más
religioso, se puede hablar de un misticismo más cristiano, donde incluso se
cita a Cristo y donde se afirma el ser que somos, seres que requieren de la luz
para “saber más”. Noche y luz son dos conceptos fundamentales en la poesía
mística y María Victoria sabe conjugarlos con acierto para transmitir su
mensaje eucarístico: transmutación del poema en vino, de la palabra en nuestro
pan de cada día. Pero la autora también invoca a sus seres queridos para
encontrarse con ellos más acá o más allá, en lo inmediato o distante, sin duda
la palabra también sirve para conjurar lo amado y perdido. Así su vocabulario
se vuelve más carnal como para asir lo inasible, para llegar a dónde nadie ha
llegado, con la paz por bandera y el amor como fuerza arrolladora que le
permite volar, quizás para alcanzar finalmente ese principio donde comienza
todo fin, de ahí el concepto del Uno, donde principio y final constituyen las
dos caras de una misma moneda. No existe mejor forma para alcanzar la verdad
que llegar a lo Absoluto, a través del yo, una alianza perfecta que afirma la
existencia y “origina el movimiento” y da lugar a un diálogo entre reino y
mundo, entre la divinidad y la autora, que aspira a la unión perpetua con lo
inmutable, con la sabia luz de una conciencia fuera del tiempo de los mortales.
En este punto destaca la riqueza y viveza del léxico que María Victoria emplea
para describir la estrecha relación entre su anhelo de integración y ese mundo
paralelo, superior, que el corazón henchido de amor le pide al cerebro.
La tercera
parte, “Ramificados” es la más extensa pues consta de veinte poemas, aquí el
lenguaje se hace más simbólico, más ecléctico, así en “Laureola de sombras” dice:
“Hoy he visto la sombra de la luz” o hace referencia a la divinidad como “gran
hermano dorado”, también reincide en la circularidad del tiempo, en el eterno
retorno, donde se emerge de las aguas para con los ojos abiertos alcanzar la
plenitud, por tanto siempre se evoca ese viaje iniciático de la sombra a la
luz, de lo profundo de abajo a lo profundo de arriba, un viaje vertical hacia
la sombra encendida. En “Hazte, que te recuerdo”, éste aflora de nuevo como
recinto de lo sagrado pues sin la memoria enamorada no es posible el
florecimiento, de ahí que se apele al “dulce recuerdo” del encuentro nocturno,
como más que un sueño, acaso la vida sólo sea ese sueño de lo eterno donde sólo
es posible el encuentro y donde olvidar, esa grisura que nos conmina a pecar en
silencio, nos deja las manos vacías y el corazón hueco. Como todos nosotros,
María Victoria es una viajera solitaria, que “desde las cárceles de un imperio”
añora la compañía de alguien: amante, poesía, divinidad, que se ha ido y nos
deja con la tristeza en el recuerdo. En estos poemas María Victoria hace gala
de una sensualidad a flor de piel que emerge de las entrañas con esa llama de
amor viva que nos dice una y otra vez que resulta imposible vivir sin amor,
pues el amor, como una estrella de “luz blanca y transparente”, nos da vida en
la oscuridad donde aguardamos su llegada entre la vigilia y el sueño.
Merece la
pena detenerse en este punto para comentar dos poemas que delatan el amor de la
autora por el clasicismo y la filosofía clásica, uno es un bellísimo homenaje a
la diosa Palas Atenea, “mujer íntegra, /que no necesita varón” y que “digna de
los dioses/ prudente se aleja”, y el otro poema es un homenaje al sabio
Plotino, donde el Ser y el Uno son la misma cosa, fíjense en la tersura de los
versos: “Como las olas que en el otoño/ abanican la brisa escarchada” o “quien
todo lo tuvo/ prefiere un puñado de arena sin mácula”. Misticismo, poesía y
filosofía, anhelo del ser sempiterno que sólo por el conocimiento se revela, en
definitiva el logos, como muy bien dice María Victoria, es la flor “del más
puro intelecto”.
Pero la
autora también da rienda suelta a la pasión y canta enardecida a la única
belleza que mana de los labios de ese amante más que humano al que reclama con
el corazón desbordado.
María
Victoria canta y canta a ese amante que es norte y guía, sin su presencia está
perdida e invocarlo es una forma de salvar la distancia, de ordenar el caos
para alcanzar al fin esa tierra amada donde sentir y comprender es lo mismo, donde
“una luz que no ciega nos da la bienvenida, tierra de promisión donde el amor
es inagotable, la dicha suprema y el gozo ilimitado. Los poemas son el camino
que recorre la autora hacia esa tierra donde el amante angelical le invita a
entrar, así la autora convoca a los elementos, como el viento, para que impulse
su vela a través de un mar de dunas, y la música para hacer más dulce la
espera.
En la cuarta
y última parte, “Noche de poema”, es dónde María Victoria reúne las
composiciones más extensas, en concreto once poemas. En “Lino blanco” el viaje
continúa, un viaje que va del centro de la tierra hacia las estrellas, un viaje
como el de Cavafis, lleno de experiencias y de autoconocimiento. Aquí aparece
de nuevo el recuerdo, como imborrable hallazgo impregnado “de la Luz que todo
lo envuelve”. En estos poemas María Victoria filosofa con gran agudeza y se
vuelve quizá más hermética, sólo el Amor místico, la “consumación natural” le
puede devolver la esperanza. Como colofón nos encontramos el poema “Profecía
del bien intrínseco del alma” que no sólo resulta ser el más extenso de todos
sino también una suerte de amalgama que reúne y fusiona todas las ideas que
vertebran el poemario y dónde la autora consigue llegar al final del viaje para
entrar en esa tierra amada, que no es otra que la Paz, en cuyo centro le espera
el amor puro de unas manos abiertas para el abrazo más delicado, el que lleva a
la consumación-fusión-ascensión.
El poemario
concluye con dos epílogos, obra de Vicente Merlo y Xabier Sánchez de Amoraga y
de Garnica, dos autores doctos en filosofía, arte y religión, que con sus
palabras ponen el broche de oro a un poemario muy recomendable en estos tiempos
tan difíciles donde el capital y los intereses económicos han arrinconado la
dimensión espiritual que el ser humano tanto necesita.
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