domingo, 20 de septiembre de 2020

Corteza de abedul. Antonio Cabrera

 
 
 
 
Corteza de abedul
 Antonio Cabrera
 Tusquets Editores, Barcelona, 2016
 
 

El «manotazo duro» de la muerte ha querido que Corteza de abedul sea el testamento lírico de Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958 – Valencia, 2019), un poemario que supone una indagación lúcida y serena en la dimensión metafísica de la naturaleza. Publicado en la prestigiosa colección “Nuevos textos sagrados” de Tusquets Editores y con una bellísima ilustración de cubierta de José Saborit, que recrea un tronco de abedul, realizada expresamente para esta edición por el artista valenciano para su amigo, este libro es, precisamente, un homenaje a la amistad, así muchos poemas están dedicados a personas que acompañaron al poeta en su itinerario, como Josep M. Rodríguez -antólogo de Cabrera en Montaña al sudoeste (Renacimiento, 2014)-, Rafa Correcher, Susana Benet, Lola Mascarell, Teresa Garbí, Andrés Navarro, Juan Vicente Piqueras, Fernando Delgado, sus hermanos de letras Carlos Marzal y Vicente Gallego, su mentor Francisco Brines o el desaparecido José Luis Parra, entre otros. Y es que Antonio Cabrera, gaditano de nacimiento y valenciano de respiración y de escenario vital, como a él mismo le gustaba decir, fue ante todo un gran hombre y es justamente esa dimensión humana la que impera en sus versos. Dos dimensiones que conviven en secreta armonía y que el poeta ha sabido expresar en equilibradas composiciones de ritmo imparisílabo.


Galardonado con el Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2017, que concede CLAVE (Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios), el poemario se abre con dos citas altamente significativas, de Théophile Gautier y Rafael Cadenas, que ponen el acento en la existencia de aquello que nos rodea, el mundo exterior habitado por flores, pájaros y nubes, estos serán, precisamente, los motivos principales del libro, como en el poema inaugural que da título al conjunto, donde confronta «un poco de corteza de abedul» que «está muerta» con la mano viva que se le acerca, «lo contrario a mí».


Todo el poemario, que se organiza como un continuo armónico, como la naturaleza que recrea, sin división interna en partes que condicione la comprensión del lector, es un tributo a la flora y a la fauna que dan sentido a nuestra existencia, al alrededor que nos hace, he aquí, pues, una aguda reflexión sobre la necesidad de pararse a contemplar el mundo lejos del mundanal ruido y del ritmo de vida frenético de las grandes urbes. Solo así el sujeto que contempla logra insertarse en el entorno para meditar sobre el sentido de su existencia.


Una palmera solitaria, unas aves marinas, el sol otoñal de octubre, unos albaricoques en la loza blanca de un plato, cantos rodados, piedras y guijarros, «los brotes nuevos de las moreras», una sabina, el «ejemplar pulido» de una mantis religiosa, el rumor de la lluvia, los lirios amarillos, el muro de un bancal, un cielo nublado, el recuerdo de unas hojas de arce que «imperturbables difunden su razón», una plaza desierta, un merendero, un granado en flor, la visita al maestro Brines en la mítica Elca, «la casa escrita» y «la casa real», son los motivos hacedores del verso, en un ejercicio que desde el afuera se dirige hacia el adentro del poeta -«primero se ve el haz, luego el envés»-, que mira y piensa con la sobriedad y la precisión de un asceta.


Destaca el poema en cinco movimientos “Cota Alta”, en el Pico Salada, Abejuela, Teruel: “Panorama”, “Interludio: la collalba”, “Cumulonimbo”, “Interludio: el buitre” y “Flores diminutas”, una sinfonía para los sentidos, desde una «nube imparable» al «suelo firme». Otros paisajes completan su senda: el Alto Tajo, la playa de Bolonia, en Cádiz, y la Sierra de Espadán, en Castellón, lugares donde los pasos dejaron huella en su memoria.


En conclusión, en Corteza de abedul Antonio Cabrera mira de cerca a las cosas pero con el respeto que éstas merecen, así, testigo, «ser inaccesible», celebra un mundo al que pertenece pero que sabe que no le pertenece, con esa humildad logra el poeta ahondar en él, sentirse parte diminuta de algo más grande, donde colores, aromas, sonidos y texturas envuelven una conciencia que piensa, he aquí una filosofía que emana de «la evidencia» y que «cede ante la arbórea eternidad».

 

 Gregorio Muelas Bermúdez

 

Reseña publicada en el Número 16 de PARAÍSO Revista de poesía.

 

 

 

 

 

 


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