Ocho sonetos fúnebres
Luis López Suárez
Cuadernos "Heracles y nosotros", Gijón, 2020
Cuadernos “Heracles y nosotros” publica su n.º 30, Ocho sonetos fúnebres, del poeta ovetense Luis López Suárez. La célebre colección de poesía con sede en Gijón se ha ganado un justo prestigio gracias a sus dos denominadores comunes, la calidad y la elegancia. En cuanto al primero no hay más que ver su esmerado catálogo, con nombres como los de Jaime Priede, Jordi Doce, Miguel Floriano o Sandra Sánchez, por citar algunos con los que uno mantiene trato y tiene cierta afinidad. Por lo que toca al segundo, sus ediciones no venales en papel y cartulina verjurado, numeradas y firmadas por sus autores son una auténtica delicia, un auténtico dechado de sencillez.
La
plaquette
viene ilustrada por tres sugerentes infografías de Luis
Rodríguez-Vigil, ubicadas al principio, mitad y final del escrito,
que en contra del título del conjunto se compone de diez sonetos,
pues a los ocho citados en la portada hay que sumar los que actúan
como prólogo y epílogo.
El
cuaderno se inaugura con una significativa cita del Cantar
de los Cantares,
que emparenta la fortaleza del amor con la de la Muerte, de este modo
se nos introduce en la materia de los versos pues ambos serán los
motivos principales de los sonetos aquí reunidos. Sonetos de factura
impecable, de un excelso clasicismo que funciona como un preciso
mecanismo de relojería, de este modo a la fría concepción de la
forma, de acuerdo con el canon en cuanto a longitud de los versos,
endecasílabos, rima, consonante, y ritmo, en sexta, “mármol
lunar”, se añade el fondo pasional de sus cuartetos y tercetos,
“luz solar”, y juntos amalgaman esa suerte de pugna entre el
dolor por la pérdida y la esperanza del reencuentro, una pugna que
el tiempo pergeña a nuestro paso, demasiado breve, por la vida.
Porque
“la tierra es leve” y, en cambio, “el tiempo pesa”, Luis
López Suárez firma estos cantos al amor ausente, ese que no puede
recordar sin dolerse y al que no puede nombrar porque el silencio le
vence, con la palabra viva, escrita, esa que alivia y que como
memoria resiste, pues aunque al final “sueño y muerte son lo
mismo”, no hay mejor manera de volver atrás “las albas, los
ocasos” que compartir el dolor bellamente.
Gregorio Muelas Bermúdez
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