LECTOR
IN UMBRA
Pronto
hará dos años que respondí a una generosa y deferente petición de
Gregorio Muelas para que revisara una colección de poemas titulada
Estado de acedía.
Desde el privilegio que puede otorgarme la amistad, y no otro, me
atreví entonces a remitirle unas notas a pie de página. En el
mensaje le decía: «Se trata solamente de una revisión formal, tal
vez demasiado rigurosa pero hecha con todo el cariño que te tengo».
A eso me limité y creo que hice lo correcto. Supongo que él
esperaba además una valoración crítica que no quise hacer en aquel
momento porque Gregorio ya no la necesitaba.
Cuando
nos conocimos (tal vez en 2011 en alguna de las presentaciones de
Aunque me borre el
tiempo, su primer
poemario, pero ya con seguridad en 2012 en la presentación de La
mano pensativa, uno de
mis libros), iba acompañado de José Antonio Olmedo López-Amor.
Desde entonces, ambos, jóvenes unidos por una misma edad y una
amistad entrañable, me han distinguido con su afecto, correspondido.
Con admiración y cierta nostalgia les he ido viendo crecer como
autores y creadores hasta conseguir en estos pocos años ser hoy una
espléndida realidad.
Gregorio,
tras su
opera prima,
firmó un libro de guiones de cine titulado Cuando
la aurora le hable al tiempo
(2011), el libro de poemas Un
fragmento de eternidad (2014)
y el excelente libro de haikus La
soledad encendida
(2015), en coautoría con Heberto de Sysmo, en el que se diluye
totalmente la autoría individual de cada poema.
Sus
últimas obras, de nuevo un libro de haikus, A
la luz de la flor del almendro
(2017), y la edición de una extensa obra de crítica literaria,
el ensayo Polifonía
de lo inmanente / Apuntes sobre poesía española contemporánea
(2010-2017),
vuelven a ser
compartidas con otro autor, el portugués Carlos Castilho Pais y José
Antonio Olmedo, respectivamente.
Que
esos libros sean compartidos con otro autor como tanta obra anterior,
y que A la luz de la
flor del almendro se
edite en Portugal y en edición bilingüe muestra esa disolución del
yo (y de otros límites) que sería el principal sentido latente que
mi lectura cree ver en la propia estructura de este Estado
de acedía que ahora
tiene el lector en sus manos.
En
el panorama actual de la joven poesía valenciana, tan variado y
confuso, ha puesto claridad Sergio Arlandis, crítico literario y
también poeta, que en Cartografías
de Orfeo (2014),
antología dedicada a su misma generación, señala como una de las
tendencias visibles la de una «poesía de introspección emocional y
contemplativa, con cierto afán metafísico en su trasfondo, con la
renovadora mirada de la juventud que comienza a descubrir la
auténtica ferocidad del tiempo y el descrédito de los valores
establecidos desde la imposición de un orden moral que debe
renovarse obligatoriamente». En esa línea incluye a Gregorio
Muelas, y no puedo estar más de acuerdo. Dejando entre paréntesis
sus poemarios dedicados al haiku, de intención y realización
diferentes, ya en Aunque
me borre el tiempo
encontramos, en ese sentido, poemas reveladores como Canto:
«...Habrá que no olvidar el pasado, / rehacer los caminos
quebrados, / rescatar las voces de los enterrados / llorar por
aquello que ellos lloraron / y entonar por primera vez el canto».
Renovación moral de un tiempo, a la vez, destructor y deudor del
pasado. Como dice de él Carlos Alcorta al reseñar Un
fragmento de eternidad,
«la constatación del paso inexorable del tiempo y de las heridas
que ese transcurso va dejando en la piel de la conciencia, es el gran
leitmotiv
de la escritura de Muelas».
En
esa línea se inscribe este nuevo poemario en el que su autor nos
ofrece un corpus dividido en tres partes formalmente muy distintas
aunque en ellas seguimos encontrando la misma claridad en la dicción
que en su obra anterior: una primera (Tiempo
imperfecto), la más
extensa, con poemas de versificación imparisílaba; otra, casi
central, (Postrimerías)
compuesta solamente por tres sonetos blancos más un dístico; y una
tercera (Nostalghia),
dedicada al filme de Tarkovski del mismo título, en la que se
suceden quince brevísimos poemas, casi fotogramas, que adoptan la
estructura de los haikus. Un breve poema (Epílogo),
cierra significativamente este Estado
de acedía, este
'tiempo de agrura', o de acritud, de acrimonia, de injusticia
subrayada una y otra vez en sus poemas.
En
esa diversidad de registros señalada, la coherencia nace de la
mirada y del interior de Gregorio Muelas como una necesidad. La
coherencia, pero también la continuidad: si en Refutación
a Adorno, un poema de
Un fragmento de
eternidad, nos decía
su autor que «después de Auschwitz / se escribe poesía / como un
acto de civilización / contra la sumisión y la barbarie...»,
ahora, mediante la
cita de Dionisio Cañas con la que se abre Tiempo
imperfecto, nos
recuerda que «la belleza se halla en cualquier sitio, hasta en la
basura». No parece casual que haya elegido a Dionisio Cañas para
abrir con esas palabras las suyas propias. La
noche de Europa,
última obra de Dionisio, aborda la tragedia de los refugiados en la
isla de Lesbos.
En
El sueño de Ítaca,
un poema de esa misma parte del libro, Gregorio fijará su mirada
sobre la misma tragedia pero en otro lugar del Mediterráneo,
Lampedusa. ¿Poesía social pues? Sí, diríamos, incluso en el
sentido tradicional si se quiere. En el largo hilo de la disidencia
—desde la poesía
dialéctica del grupo
leonés Claraboya
o del humanismo
antifascista de Otero,
Celaya y Nora hasta el vanguardismo
crítico de Enrique
Falcón o la estética
materialista de Jorge
Riechmann (en términos subrayados que tomo de César de Vicente),
pasando, claro está, por la mirada comprometida de los poetas de los
años 50 del pasado siglo—, la crisis del poema se ha ido centrando
en un 'yo' poético constantemente desarticulado y rehecho, una y
otra vez, en conflicto con la realidad y con el lenguaje.
Poesía
social otra vez, sí, pero desde el único lugar desde donde hoy
parece posible formularla: desde la disolución de los límites
impuestos por el hombre; desde la anulación de los dogmas y de las
fronteras; desde la reivindicación de la igualdad de los seres
humanos; incluso desde la propia abolición del 'yo' que mira y
observa y juzga y emite su palabra. Abolición que se anuncia en la
obra de Muelas precisamente ahora, en el paso de un libro al otro. En
el penúltimo poema de Un
fragmento de eternidad,
se nos decía todavía en primera persona: «Inútilmente miro al
cielo /.../ Inútilmente miro», para cerrar después ese libro con
otro poema definitivo, La
nada: «Adentrarse en
la nada: / desierto de ceniza /.../ muralla de tinieblas / que ciega
la mirada». Ahora, sin embargo, desde el primer verso de este Tiempo
de acedía, un
'alguien' neutro —no aquel 'yo' anterior—, nos habla para decirle
al lector: «Mira la niebla», «Este es un tiempo de cenizas» o «No
es el momento de pararse / a contemplar estrellas...». Ya sólo
asomará en un único poema ese 'yo' que se resiste a desaparecer
(«Me inclino para ver qué estás leyendo») para ceder
definitivamente su lugar a un 'nosotros', plural y solidario: «todos
los meses / nos asedian mesnadas de facturas». Sin embargo,más
tarde parecerá que nos vuelve a asaltar en otro poema («Amo a la
Madre Rusia /.../ soy un escritor furtivo») pero esa voz que habla
en primera persona no será ya la del 'yo' poético que ha
desaparecido, sino la de Alexander Solzhenitsyn, personaje del poema.
Y lo mismo sucederá después en Epitafio
veneciano cuando la
voz de Joseph Brodsky hable de «mis grises pupilas» y de la «doble
belleza de un paisaje / capaz
de prescindir de mí».
Esta
nueva obra de Gregorio Muelas borra límites en todos los sentidos.
En el de la tradición poética, al no romper con el pasado y asumir
registros diferentes, en lo formal como ya he dicho, pero también en
la fusión de los contenidos. Así, encontramos a Antonio Machado
(evocado en el título de Caminos
sobre la mar) para
negar las fronteras marinas y territoriales; volvemos a la herencia
cultural griega (El
sueño de Ítaca) para
mostrarnos la tragedia de la inmigración; y el lector avisado notará
la presencia tácita de Anna Ajmátova (Casas
de Fontanka), que fue
testigo del asedio alemán desde la ventana de su residencia en una
de esas casas junto al canal del Nevá en Leningrado.
En
estos años (2017 y 2018) de revisión y edición de este libro, que
recuerdan dos grandes utopías parcialmente fracasadas (centenario de
la Revolución Rusa y cincuentenario de mayo del 68), sus poemas
funden tiempo y espacio. Así sucede en el poema La
primavera, aquella
'primavera de mayo del 68' con la que ya poco tiene que ver el
desencanto presente: «Y empiezo a recordar viejas paremias / sobre
el poder de la imaginación». Más arriesgado formalmente es el
fundido casi cinematográfico que en el poema Stalingrado
une la crisis económica actual con el protagonismo alemán de
entonces y de ahora. Ese casi fundido de dos planos en montaje
paralelo se ve reforzado con otras técnicas que Gregorio Muelas
traslada del celuloide al papel (como en la ya comentada sucesión de
fotogramas de Nostalghia),
o en los títulos de los sonetos de Postrimerías,
la segunda parte del libro, que tanto recuerdan a filmes
significativos: Dies
irae, de Dreyer, o La
gran comilona, de
Ferreri.
Estas
Postrimerías
—tan ajenas a las recogidas por el catecismo cristiano: muerte,
juicio, infierno o gloria— no son las etapas finales de la vida
aunque a ellas haga referencia la cita que las introduce, tomada del
Eclesiastés, uno de los libros sapienciales de la Biblia, sino las
pasiones que llevan al exceso y al dominio de los poderosos sobre los
vencidos. De nuevo nos ofrece aquí Gregorio Muelas otra disolución
para borrar la distancia que las religiones han establecido entre su
moral, al servicio del poder, y la ética.
Otras
consideraciones (sobre ética y estética, ya que acabamos de nombrar
la primera, por ejemplo) nos llevarían mucho más allá de lo que la
limitación de estas palabras iniciales aconsejan. No quiero, a pesar
de eso, dejar de señalar otro de esos aspectos que señalan en este
libro esa voluntad transversal que, al disolver límites,
clasificaciones y fronteras, lo vertebran: en
Fragmento de una carta de Alexander Solzhenitsyn a Heinrich Böll
se pone en cuarentena el propio concepto de patria y la soledad del
exiliado ruso «al que tan sólo leen en inglés / un centenar de
críticos y periodistas». En Epitafio
veneciano se da un
paso más al darse en su protagonista, el poeta ruso Joseph Brodsky a
quien se dedica el poema, la disolución más intensa de las posibles
al cambiar de patria, de idioma y de lugar de descanso definitivo, en
la iglesia de San Michele de Venecia. Y es en Italia precisamente
donde sucede el último de estos destierros personales, con el que se
cierra el libro: el del cineasta Andrei Tarkovski, también ruso,
lleno de tristeza y melancolía al tener que abandonar su patria. El
círculo se cierra con este emocionado homenaje de Gregorio Muelas
quien, en Epílogo,
un breve poema final nos dirá: «...Qué vértigo mirar / al fondo
de uno mismo».
Porque
de eso se trata: de verse en los demás, en el abismo de los otros. Y
al lector se ofrecen estas palabras para que en ellas se observe.
Vuelvo a Dionisio Cañas para decir con él que «el poeta es
sencillamente el primer lector de su texto y que, por lo tanto, es la
figura del lector quien protagoniza el milagro de la poesía».
Y
aquí me quedo, lector
in umbra, lector en la
sombra, ante la luz de estos poemas que Gregorio Muelas nos ofrece.
Blas
Muñoz Pizarro
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