Palacio imperial, Spalatum1, Dalmacia,
finales de agosto de 306 d. C.,
hora prima
Apenas se había dejado sentir el claror de las primeras luces del alba rebotando en las brillantes aguas de aquel mar, que como un bosque de olas oscilaba entre el azul cobalto y el verde oliva, cuando la panzuda embarcación empezó a vislumbrar en el horizonte, ajado de sombras, las cónicas torres del palacio imperial. Recortado contra el cielo se dibujaba la vasta silueta de aquella opulenta fortaleza, edificada expresamente para albergar el retiro de Diocleciano. Las romas colinas de la costa de Dalmacia no parecían rivalizar con sus imponentes muros. Su dilatada sombra se proyectaba como una enorme mancha oscura sobre las cristalinas aguas de la bahía de Aspalathos.
Solamente las banderolas agitadas por el fuerte viento de poniente parecían saludar el arribo de la flota a aquella costa particularmente abrupta. Sin duda, aquella visión pareció espolear su rumbo pues inmediatamente la escuadrilla atizó su proa hacia aquel lugar coronado de lumbres. Con el velamen henchido, se diría que por la exhalación del mismo dios Eolo, la flota cubrió, gracias a una repentina ráfaga, el último trayecto en un breve espacio de tiempo.
La flota estaba compuesta por dos trirremes y tres liburnas, encargadas de custodiar el preciado cargamento de las numerosas naves de transporte atestadas de ánforas además de lujosos presentes con que lisonjear a su eximio morador, que desde aquel tranquilo lugar parecía dominar el mundo, estratégicamente enclavado a medio camino de Oriente y Occidente y muy próximo a su ciudad natal, Salona, donde abriera por primera vez sus párpados hacia sesenta y siete años; ahora, apartado de los asuntos de estado pero consciente del albor de un nuevo orden de cosas, parecía contemplar con el rostro veteado por el paso de los años pero con ojos taimados, lo que había conseguido levantar, un imperio de cenizas compactadas por su genio de estadista, pero amenazado por todas partes, con múltiples frentes abiertos, no solo en el exterior, con un limes resquebrajado por el impetuoso empuje de las tribus bárbaras, sino también en el interior, con las disputas de poder de los vástagos de sus antiguos compañeros de armas. De hecho, Diocleciano era el primer emperador en la milenaria historia de Roma que había logrado sobrevivir a su propio principado el tiempo suficiente para planear un retiro voluntario, en la confianza de depositar el poder en las manos adecuadas según su sistema tetrárquico de gobierno. Su abdicación, y por ende la de su colega Maximiano Hercúleo, habría de tener importantes consecuencias para el futuro político del Imperio. Una vez más, la ambición, verdadera debilidad del espíritu humano, precipitaría los acontecimientos.
Mientras las olas deshacían las largas estelas que centelleaban argentadas por el sol naciente, las naves levantaron sus remos goteantes dejando que fuera la marea la que las aproximase al muelle, donde una pequeña masa de siervos estaba esperando.
Ante la escuadra se erigía la fachada sur de aquel enorme rectángulo, con torres que se proyectaban al este, oeste y norte. Su fisonomía era realmente curiosa pues aunaba en un mismo recinto dos tipos de arquitectura muy diferentes, el lujo de una gran villa romana y la austeridad propia de un campamento militar.
El fuerte temporal comenzó a azotar a la flota recién amarrada en puerto, que además de aceite y vino, traía inquietantes noticias de Occidente. Diocleciano esperaba novedades de la provincia más septentrional, que había sido asolada por temerarias incursiones de las tribus de Caledonia, la seguridad en el norte era primordial para el sostenimiento del poderío romano en aquella parte del Imperio, una mínima muestra de debilidad en el Muro de Adriano podría suponer el encendido de una mecha difícil de sofocar. Con el fin de evitar dicha posibilidad, el augusto Constancio había lanzado recientemente una campaña punitiva para restaurar el statu quo en la zona pues era sabido que un intento de conquista del norte de la isla supondría un coste mayor en vidas que una verdadera ganancia en recursos económicos ya que era muy poco lo que aquella áspera tierra podía aportar a los intereses del Imperio.
Sin embargo, hacía un año que Diocleciano había abdicado, desde entonces vivía retirado en su palacio, alejado de la vida política. La enfermedad contraída durante su última campaña, contra los carpianos en el Danubio, no había dejado de agravarse hasta el punto de mermar seriamente su salud. Esta y otras circunstancias de orden interno fueron las que le forzaron a dejar el poder en manos de Cayo Galerio, que a la postre se erigiría en Augusto senior desde su sede en Tesalónica, Macedonia.
Continuará...
1Actual Split, en Croacia.
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