viernes, 13 de noviembre de 2020

Las aguas ontológicas de Andrei Tarkovski

 



Amo el agua”, contestó el cineasta ruso al ser interrogado por la constante presencia del elemento líquido en sus películas. El agua siempre ha ejercido un alto poder hipnótico a través de su cadencia musical en forma de lluvia o de corriente continua, un poder que Tarkovski sabía emplear con maestría para potenciar o enmarcar algunas de las escenas más emblemáticas de su filmografía. Para hallar el sentido a esta constante debemos acudir a la propia biografía del autor pues el agua era parte integrante del paisaje donde se había desarrollado su infancia: “en Rusia hay largas temporadas de lluvia que despiertan la nostalgia.”

Podríamos definir el agua como elemento estético y aunque en diversas ocasiones el propio cineasta ha negado un significado simbólico, sin duda Tarkovski intuyó un significado más profundo, que conecta con lo espiritual, con la esencia mística de las cosas. Así sucede en Nostalgia (1983), donde el agua impregna cada secuencia en sus más diversas formas: gran parte del film se desarrolla en Bagno Vignoni, cuya piscina termal alberga primero a unos seres racionales que cuestionan la locura de Domenico, y después es el espacio donde se desarrolla el sacrificio para salvar a toda la humanidad; además está la lluvia, que desempeña una función purificadora que señala el tránsito de la vigilia al sueño, y también invade espacios cerrados, como la casa de Domenico.

La aparición del agua no sólo responde a una mera función estética, ni es fruto de la casualidad, sino que obedece a una causalidad y adquiere una dimensión poética, y en este sentido entronca con la obra de otro gran cineasta soviético como Aleksandr Dovzhenko. Tarkovski es un poeta del cine, que conoce el poder del agua para generar determinados estados de ánimo, en ocasiones esta aparición va acompañada de los acordes electrónicos de Eduard Artemiev, una sabia combinación de la que emana una atmósfera onírica que nos traslada al ámbito de lo metafísico, de lo trascendental.

El cine de Andrei Arsenievich está salpicado de charcos y de charcas, inolvidable aquella en la que se reflejan los arcos de la abadía en el final de Nostalgia, pero si hay una imagen recurrente es la lluvia desbordándose de tazas y botellas, como metáfora visual del alma que se colma de belleza.

Además Tarkovski es un consumado maestro en el arte de combinar contrarios, como el agua y el fuego, así sucede en El espejo (1974), donde la cámara se desplaza siguiendo el movimiento de los personajes en el interior de la casa hasta detenerse en el goteante soportal para reencuadrar el incendio de la dacha familiar, o en Nostalgia, donde un libro de poemas de Arseni Tarkovski, padre del cineasta, se quema al borde de las aguas y que nos lleva de nuevo al terreno de la ensoñación.

El agua como símbolo de pureza, de transparencia, encuentra su máxima expresión en Stalker (1979), donde el agua es parte constituyente de la Zona, en este sentido es mítica la secuencia que recorre los diversos objetos que se encuentran abandonados, sumergidos, como testimonio de una civilización hundida en su miseria espiritual, en su egolatría, en su falta de comunión con la tierra.

Pero hay una película donde el agua adquiere una importancia significativa desde el punto de vista argumental y escénico, me refiero por supuesto a Solaris (1972), donde el verdadero protagonista es el planeta homónimo, un océano pensante capaz de materializar los episodios de culpa, de remordimiento, de los cosmonautas. El film comienza y termina en el agua, desde un inicio bucólico con el fluir de un riachuelo en cuyo fondo se mecen las algas hasta el impresionante plano aéreo final. El agua es el punto de unión con la Tierra, como hacedora de vida, pero también como depositaria de los recuerdos que siempre nos acompañan por mucho que tratemos de alejarnos para olvidar.

En el cine de Andrei Tarkovski el agua adquiere una función diegética que mediatiza la acción de unos personajes que toman conciencia de su ser en el mundo. Podríamos concluir diciendo que para Tarkovski el agua en su conjunto es símbolo de riqueza espiritual, de eternidad disfrazada de cotidianidad, de lo infinito.


Gregorio Muelas Bermúdez








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