Cruzar el cielo
Ada Soriano
Celesta, Madrid, 2016
La
editorial madrileña Celesta publica en el número 18 de su Colección
Piel de sal el nuevo poemario de la oriolana Ada Soriano, Cruzar
el cielo, un conjunto
de diecinueve poemas donde conviven en armonía el sentimiento y el
pensamiento, la emoción y la reflexión.
José
Luis Zerón Huguet redacta el texto de la contracubierta, donde
desvela algunas de las claves necesarias para desentrañar la poética
de una autora con una interesante obra, que se remonta a 1987 con la
plaqueta Anúteba,
y que alcanza ahora su quinto poemario extenso. Ada Soriano ha sido,
además, codirectora de la influyente revista de creación literaria
Empireuma,
con sede en su ciudad natal, que tantos y buenos poetas ha
proporcionado a nuestra lírica actual, como el propio Zerón, Manuel
García Pérez o José Manuel Ramón.
Una
cita de Chantal Maillard, que inspira el título del libro, da paso a
poemas compuestos por lo general en verso libre, con algunos
destellos en forma de endecasílabos y alejandrinos, donde la autora
se expresa con elegancia y una aparente sencillez que en verdad es
fruto de una consecuente depuración estilística pues Ada Soriano
sabe trasminar la epidermis de las cosas con la precisión de la
palabra exacta, sin adornos superfluos que comprometan la veracidad
del verso.
En
“Luna de Invierno” y “Rocío del mar”, la naturaleza, y su
sereno espectáculo -la contemplación de una luna nueva o del vaivén
del mar y sus contornos-, se traduce en versos de gran sensualidad
donde la noche arropa esa mirada atenta que sabe conjugar los
elementos que la naturaleza le ofrece para dar un paso más allá,
donde reside la profundidad de lo que representa.
Sin
embargo, en “El beso” el cuerpo humano se convierte en
protagonista, aquí la naturaleza se supedita al deseo, en una mágica
conjunción que alcanza su cenit en “Venus cabalga sobre el arco de
la luna” y, sobre todo, en “Ceremonia interior”, veamos un
ejemplo de éste último: “Mi
cuerpo es una revolución de hormonas,/ un caos, una batalla campal./
Mis miembros están condolidos, resignados a su óxido./ Mi cuerpo es
un nido de esporas que se dilata y se comprime.”
El
poema “Mariposas” recrea en tres partes las fases de la
metamorfosis de los gusanos de seda en “una
vieja caja de zapatos con respiraderos hechos por el hombre”.
Poema de transición que recrea con precisión de entomólogo esa
transformación vital en una mariposa que “exhibe
su delicada feminidad/ agitando sin temor sus bellas alas.”.
Aquí aparece uno de los vocablos recurrentes de todo el poemario, el
cielo,
preferentemente nocturno, que la autora cruza con sus versos con la
luna como cómplice.
Tras
un delicado homenaje a Anne Sexton en “Una tarde de primavera”,
el poemario alcanza su punto de inflexión en el poema “Te amo”,
el más extenso del libro, un canto de amor a la naturaleza, al mar
“al margen de
documentos de banca y firmas ante el notario”,
al hombre, a pesar de sus imperfecciones, y, ante todo, a la Poesía,
a los “grandes poetas
de América”:
Whitman, Dickinson, Poe, y a los “poetas
suicidas”: Kleist,
Maiakovski, Storni, Pozzi, Pavese, Plath, Celan, Pizarnik, Sexton,
porque “cruzasteis el
cielo como estela de avión que parte de una nube/ como estrellas que
se fugan para volver a reencontrarse.”.
De
nuevo el cielo se erige en escenario para la acción del poema, así
en “La espada del Arcángel” describe, como si de un lienzo se
tratara, la batalla celestial entre San Miguel y Satanás. Y en
“Agorafobia” la autora es capaz de superar el miedo al vacío
gracias al cielo azul y el sol que lo ilumina.
Los
poemas “Viaje” y “Carpas en el río” son impresiones al paso
por el paisaje que el talgo y su velocidad y el fluir del agua,
respectivamente, imprimen en la memoria. “Hacia la concreción”
es una acerba crítica contra la fama y la popularidad, realmente
efímeras, que desvirtúan la esencia del hombre, que sólo se
muestra verdadera “al
compartir venturas y miserias”.
“Una
ciudad del sur” recrea una sensitiva visita a Granada junto al
hijo, la percepción del recorrido por sus barrios de arquitectura
árabe y la Alhambra. En “Atardecer en una plaza”, Ada Soriano se
entrega a una reflexión sobre el paso del tiempo (“un
ogro que peca de gula”),
desde un vago recuerdo de la infancia hasta el crepúsculo que alarga
las sombras sobre la fuente de Neptuno, donde los sentidos se
embriagan.
En
el poema que da título al libro, la autora retoma la emblemática
figura de Sylvia Plath para trazar un sucinto recorrido poético por
su tormentosa vida: “Primero
en Boston, Sylvia./ Después en Londres, Sivvy.”.
En “El despertar de la memoria” nos hace testigos de cómo un
lienzo de Gabriel Miró desencadena un viaje de regreso a la
infancia, a la vieja casa por donde la luz de la memoria ilumina cada
estancia hasta reencontrarse con su abuela: “la
belleza de una mujer siempre enlutada,/ el cabello recogido, la piel
limpia/ y el alma rendida a la anarquía.”.
Es
precisamente la vuelta, al pasado, la que da título al último
poema, donde la autora recuerda desde el hospital en que está
ingresado el padre a la espera de un pronóstico, frente a “la
pesadilla de la incertidumbre”,
y donde “la frialdad
de un cubo” le
recuerdo al del magnetófono donde suena El
Bardo: “la
triste historia de un payaso y su chica de alto rango.”.
Aquí el presente y el pasado (“un
tiempo ya gastado y compartido”)
se entrecruzan al son de la voz del padre grabada en una cinta
mientras “hombres y
mujeres de ropa blanca”
le estudian minuciosamente.
Como
señala José Luis Zerón, Eros y Logos se fusionan en una poesía
que siempre, aun en los momentos de dolor, aspira a una especie de
belleza única, dado que se imbrica con la biografía de la autora, y
donde conviven en perfecto equilibrio lo lírico y lo discursivo, una
feliz combinación, que a veces recuerda a José Hierro, donde
siempre impera la ternura.